Pasar tanto tiempo en casa en los últimos meses alteró por completo mi ritmo de vida. En algunos casos he salido beneficiado, pero en otros ha sido para peor: uno de los aspectos que más me ha afectado ha sido la alimentación. Estaba acostumbrado a comer fuera de casa al menos cinco días a la semana y al contrario que otras personas a mí me venía bien para mi dieta porque siempre llevaba comida de casa: lo organizaba todo el fin de semana y siempre respetaba el menú semanal.
Pero una vez que tuve que empezar a trabajar en casa todo se alteró. No moverme para ir al trabajo, nada de gimnasio, el running limitado, etc. Y yo intenté seguir con el mismo ritmo alimenticio tratando de organizar previamente el menú semanal. Pero, ¿qué salió mal? Que cuando iba a la oficina tenía para comer lo que llevaba en al táper. Pero ahora tenía a mi disposición todo el menú de la semana… y más. Pues hoy me apetece esto, hoy lo otro. ¿Tomo leche o yogur? Total, puedo elegir lo que quiera. Y así todo empezó a complicarse.
No solo cogí peso, sino que cada día me sentía peor mentalmente. ¿Cómo era posible que alguien con todo siempre tan organizado como yo hubiese sucumbido tan rápido a la ‘mínima’ alteración? Bueno, obviamente estamos hablando de una situación mucho más que excepcional. Que no se pueda salir de casa fue algo que aparecerá en los anales de la historia.
Por eso ha llegado el momento de coger el toro por los cuernos y volver a la senda de vida saludable que llevaba antes del confinamiento. Lo que está claro es que no se puede comer lo mismo cuando quemas mucha energía que cuando estás en casa sin moverte. Por ejemplo, a la hora desayunar tuve que decidirme entre leche o yogur, optando por la segunda opción porque tiene menos grasa, además de que a mí me gusta el yogur natural que no tiene azúcar añadida. Y en cuanto al ejercicio me he comprado una bicicleta estática porque lo del gimnasio de momento no va a ser posible.