Estamos viviendo una época un poco desquiciada en cuanto al respeto por la diversidad. Muchas personas y colectivos presumen de respetar a todo el mundo, siempre que piensen como ellos y se comporten exactamente como ellos consideran que hay que comportarse: es otra forma más de intolerancia y de imposición de valores.
Y es que la cabra tira al monte y por muy pesados que nos pongamos con nuestras soflamas cada uno es como es. Por ejemplo, si hablamos de costumbres alimenticias, el veganismo es el no va más en la actualidad. He leído algunos títulos de libros o artículos en los que algunos gurús veganos aducen que están cambiando el mundo. Pero no parecen conocer aquel dicho: “primero cambia tu mundo y luego el de los demás”. Tienen demasiada prisa por ponerse el título de líderes del cambio cuando, a menudo, no han sabido cambiar su propia vida a mejor.
A mí me gusta la carne y el alimento pescado. Me gustan las frutas y las verduras. Me gusta comer de todo y voy a seguir haciéndolo porque me lo pide el cuerpo y la cabeza. Necesito comer carne cuando me apetece, necesito un buen pescado al horno cuando tengo ganas y una buena ensalada cuando toca.
Hubo un tiempo en que, por algunos problemas gástricos, se me recomendó que dejara algunos alimentos. Sin consultar con nadie, decidí estar una temporada sin comer carne ni pescado, solo vegetales y fruta. El remedio, claro, fue peor que la enfermedad. Cuando volví al médico me riñó y me dijo que la próxima vez que decidiera hacer una dieta específica se lo consultara. Al final, el problema que tenía no estaba relacionado ni con la carne ni con el pescado.
Y es que la carne y el alimento pescado para muchos de nosotros es necesario. Y aunque tengo algunos amigos veganos que me han querido convencer no probaré otra vez. Tampoco creo que el veganismo sea una moda pasajera: entiendo su fortaleza y lo que defienden, pero, lo dicho, mi estómago y mi cerebro no está de acuerdo con ello.